"No se trata de dirigir a alguien, sino de dirigirse uno mismo".
Robert Bresson

jueves, 20 de octubre de 2011

CLASE VIII: 14 de Octubre de 2011


Actuar o no actuar: la sombra viva de los personajes

La primera pregunta que deberíamos formularnos al momento de pensar los personajes de una estructura dramática es la misma que nos atormenta frecuentemente en la vida: ¿por qué actúa[1] el hombre en este mundo? Se supone que lo hace guiado por el anhelo -a menudo el apremio- de satisfacer objetivos concretos.  El “ser o no ser” hamletiano se ha trocado -en la sociedad moderna- en algo más concreto y evaluable: cumplir o no cumplir con el mandato de los objetivos deseados. Usualmente se confunde ese fatal determinismo con el significado de la vida. La idea de un encadenamiento inexorable entre los actos, las conductas, el derrotero humano hunde en el tormento de la predestinación al hombre y lo coloca frente a un panorama similar al de la mascota que corre detrás del juguete arrojado por la mano arbitraria de su amo. Si esa mascota tuviera conciencia de esa mecánica demoledora y aún así no fuera capaz de evitarla sería émula de Sísifo. El hombre acepta el determinismo en que se enmarcan sus acciones hasta el punto de atormentarse toda vez que se enfrenta a la certeza de lo arbitrario, de lo absurdo, de  la lógica de lo innominado. ¿Por qué lo hizo? nos preguntamos frente a un hecho consumado que parece dislocar la necesaria causalidad que articula cada acción de nuestros semejantes. ¿Por qué actuó de esa manera? Rara vez la pregunta es ¿qué sintió al hacerlo? La razón parece explicar mejor la conducta del hombre que los sentimientos. Cada acto del hombre se nos presenta como piezas de un rompecabezas cuyos bordes y proporciones de encastre se limitan a las reglas de la causalidad. José Ferrater Mora observó al respecto que: “Muchas de las doctrinas calificadas de deterministas son el resultado de trasladar a ‘la realidad’ (o a ‘la Naturaleza’) el modo como se ha entendido la estructura de la mecánica clásica[2]”. Al pretender restituir la lógica perfecta de esa causalidad inherente a los actos humanos parecemos olvidar  que son la manifestación de algo muy profundo cuyo verdadero origen es intangible. La prueba concreta es que dos personas actúan de manera diferente frente a un mismo conflicto. Hay quienes suelen decir “hizo lo correcto” para evaluar la conducta de un semejante. ¿Lo correcto para quien? Lo correcto de acuerdo a los parámetros morales, ideológicos, filosóficos, culturales de quien se arroga el derecho de justipreciar esa conducta, sin desconocer al escribir esto que existe algo llamado “sentido común” que se corresponde  con la lógica, el reglamento interno de una comunidad que determina lo que es común a todos sus miembros. El sentido común no parece ser lo aconsejable al momento de construir la sangre de un texto de ficción, exceptuando la posibilidad de que sea el detonante de un conflicto o el resultado de un proceso dramático. El sentido común refleja  un acuerdo comunitario. Contravenir el sentido común implica oponerse a una convención establecida. Tal vez por eso los más extraordinarios personajes de la literatura y del cine han sido seres que desbordaron la norma. Si Dostoievsky en uno de los capítulos de “Crimen y castigo” propone una subdivisión de los hombres en ordinarios y extraordinarios, en la vida interna de toda ficción tanto unos como otros están desfasados respecto de lo que se esperaría normalmente de ellos. Los personajes de ficción son víctimas de un desborde, de una falla moral que constituye su talón de Aquiles, su telón de sombras. El escritor conoce esa debilidad y su mayor fortaleza consiste en revelarla dosificadamente. La obra de Moliere, por ejemplo, ha sido construida en torno de personajes fatalmente determinados por una resquebrajadura moral que los perjudica y los despeña irremediablemente: “El avaro”, “El misántropo”, “El enfermo imaginario”, “El burgués gentilhombre”…Acaso sea válida una aclaración: reconocer ese centro débil que determinará la conducta, el hacer o el no hacer, del personaje exige evitar los vicios del esquematismo, la tendencia a explicarlo todo, la propensión a caer en lo meramente descriptivo. Un centro fuerte –como pasa en la música tonal con la contundencia de un eje armónico definido- no excluye, de ninguna manera, la variedad de contrastes, de matices, de claroscuros cuya función será opacar lo que pueda redundar en gestos predecibles, en maqueta vulgar, en arquetipo rígido. Reconocer las grietas, subdividir en sentimientos contrastantes, a veces contradictorios, esa falla moral que se ubica en el centro del conflicto, es un procedimiento para evitar lo unidimensional, lo simplón en beneficio de lo lioso, de lo enrevesado. Cuando Lawrence Olivier en su magnífica interpretación de “Othello” corta una rosa y la huele antes de descargar el veneno de sus celos sobre la turbada Desdémona asoma una grieta, una quebradura sentimental en el moro macizo y acre que le suma una mueca de poética complejidad a su atribulado carácter.

¿Por qué actuamos? En el primer parágrafo de este escrito la respuesta recaló en un forzoso determinismo encaminado hacia el cumplimiento de un objetivo que moviliza las fibras íntimas del hombre. Las escuelas de arte dramático guiadas por la metodología de Stanislavsky no solamente mencionan un objetivo sino también una línea de acción dramática solidaria con la consecución de lo deseado. Ha sido inestimablemente valioso el aporte de Stanislavsky al delinear los elementos que integran la creación del personaje. Lamentablemente esta concepción tomada a pie juntillas por los menos talentosos,  ha dado lugar frecuentemente a esquematismos derivados de la certeza que ciertos autores abrigan de conocer al hombre (como si ellos no pertenecieran a esta condición humana, la de los cuerpos que tropiezan ya no dos sino varias veces con la misma piedra). Ver el trazo que envuelve al personaje es el menos grave, quizá, de los errores a que conduce el simplismo de dar por sentada la totalidad del conocimiento de las reacciones, de los pensamientos, de las emociones de los personajes. El consejo que se le da al joven autor es un mandato: se trata de construir personajes con un conflicto lo suficientemente potente como para delinear un objetivo preñado con una ristra de acciones que detonen la inercia del personaje y lo obliguen al combate. Un personaje -en su concepción más pobre, mecánica y previsible-  es entonces alguien enfrentado a un conflicto (leasé problema) que debe resolver. El éxito de esta operación es tan ostensible que me exime de comentarlo en profundidad. Toda fórmula, en el terreno artístico, rinde abundantes ganancias. Alguien podría decir, exagerando, que es el perro que corre detrás del hueso arrojado por el autor. Sin embargo, los grandes maestros han sabido burlar ese mecanismo proponiendo enfoques notables. André Bazin se preguntaba ¿por qué corría Charlot? y su respuesta constituye uno de los axiomas de la conducta del hombre moderno: “Charlot procura evadir la dificultad en lugar de resolverla[3]”.  Contrariamente a lo que se esperaría de un hombre racionalmente centrado en el paradigma de la cordura civilizada, Charlot -el genial vagabundo creado por Chaplin- contraviene la lógica de lo esperable con una propuesta absolutamente disparatada. Una de las mayores lecciones de Chaplin es que quizá los personajes más interesantes sean aquellos que se desvían de la lía racionalmente trazada para la resolución de un conflicto.   Esta lección de Charlot debería servirles a quienes piensan que lo mejor que podría sucederle a un dramaturgo es no ya, solamente, conocer a sus personajes como si fuera la palma de su mano, sino, además, trazarles un camino, un recorrido lógico (léase previsible). Es de lamentar que algunos confundan lógico con coherente, no son sinónimos, en cambio lo lógico suele convertirse en previsible en el culto que hacen del esquematismo quienes sugieren a sus alumnos escribir, por ejemplo, la biografía de los personajes, o buscar traumas del pasado y toda clase de información que, como el buen pastor, guíe al personaje por el sendero previsto. La vida es más compleja, tiene más zonas en sombras que rincones iluminados.

¿Por qué no actuamos? Acopiando material para este escrito cayó en mis manos un viejo tratado y pude conocer el enfoque del  psicólogo francés Théodule Ribot, cuyo nombre está asociado a Stanislavsky puesto que de su frecuentación a los aportes de  este psicólogo tomó algunos recursos para aplicarlos en sus investigaciones de la primera etapa. Ribot proponía un esquema de la vida psíquica reducida a dos grandes tendencias humanas representadas por: “los sensitivos y los activos...”[4] Sin ánimo de forzar esta concepción seguramente anquilosada quizá podríamos acordar que hay sujetos más propensos a vivir en el seno de la esfera psíquica de sus sentimientos hasta el grado de diluir toda voluntad activa en un marco fundamentalmente contemplativo, mientras que hay otros donde predomina la necesidad de pasar a la acción, es decir, de intervenir sobre la realidad.  La contemplación, sin embargo, no siempre supone neutralidad, o ausencia de conflicto en la delineación de un personaje dramático. La palabra “drama” etimológicamente significa  “hacer” o “actuar” pero la omisión de una acción no deja de ser una proposición estrictamente dramática. Un silencio detonado a tiempo puede ser más poderoso que el frenético parloteo de un hombre desbordado. Cuando el director y pedagogo tucumano Raúl Serrano nos hablaba en sus clases de la “represión como forma de la acción” se refería justamente a la tensión acumulada por un sujeto impedido de resolver un conflicto mediante la consumación de su voluntad. Este sujeto que no puede dar curso libre a su deseo, sin embargo, no es capaz de evitar que éste se exprese, se pose, domine su cuerpo hasta revelar las marcas de ese proceso interno, de esa elaboración no visible que se corporiza a menudo en sutilezas delatoras. Cuando actuar y cuando no hacerlo es algo que pocos hombres comprenden. Al respecto quizá debamos recordar la máxima de Lao Tsé: “El hombre perfecto se aplica a la tarea de no hacer nada y de enseñar callando[5]...” Se me reprochará sarcásticamente que esa sería la ruina de los actores y de los dramaturgos. Apelo a un criterio más elevado para considerar el verbo metafísico encarnado en esa máxima. Acaso la verdadera pregunta no debería ser: ¿cuándo actuar y  cuándo no hacerlo y de ese modo “dejar que las cosas sigan su curso natural”[6]? Hay un silencio de la acción que ubicado en un contexto razonable puede obrar con una fuerza inusitada gracias a la rabiosa contundencia del contraste. Marlon Brando les aconsejaba a los actores pensar en las intensidades del hacer, regular el más y el menos de la conducta en beneficio justamente de los claroscuros de la inalcanzable y misteriosa naturaleza humana. Antes que ufanarse de conocer al hombre,  el verdadero artista se jacta de lo contrario porque sabe que esa inopia  habilita un hormiguero de preguntas lo suficientemente estimulantes para arrojarlo al arduo juego de la creación y vencer en ese ejercicio los consabidos lugares comunes con que se conforma la mayoría. Si algo define a buena parte del cine surgido en los años ´60 -pienso en Antonioni, en este momento-  es la ambigua factura humana de sus personajes. ¿Cuánto conocía Antonioni de esas criaturas de “La Noche”, de “El Eclipse”, de “El Grito”?  No lo sabemos,  pero esos filmes ofrecen más interrogantes que respuestas, más dudas que confirmaciones o,  lo que es peor, la duda como afirmación. Cada personaje, en esos filmes, está correctamente delineado, cada uno ha sido dotado de una serie de atributos que resalta sus particularidades, sin embargo, como pasa con el vecino del piso de abajo, o con los rostros que cruzamos todas las mañanas en el subte, en las avenidas del centro, en el mercado, no pueden ser explicados, ni razonados, ni encorsetados en otra lógica que no sea la de lo ambiguo, lo arbitrario, lo impremeditado.  El hombre es el único animal que se caracteriza por no saber, la mayoría de las veces, por qué hace las cosas,  resulta difícil imaginar un conflicto más categórico y demoledor que ese.

                                                            (Continuará)
                                                                                                         Gustavo Provitina
                                                                                  La Plata, 10 de noviembre de 2011.




[1] En el presente escrito la palabra “actuar” no está asociada -tal como podría pensarse- al sentido dramático del término, es decir, no alude al artificio de pretender ser otro, sino al comportamiento humano en su nivel más ostensible. 
[2] Ferrater Mora, José Diccionario de Filosofía Abreviado, Buenos Aires, Debolsillo, 2007-.
[3] Bazin, André  Charles Chaplin, Buenos Aires, Paidós, 2002
[4] Ingenieros José El lenguaje musical Buenos Aires, Elmer, 1958-.
[5] Lao-Tsé  Tao Te Ching, Barcelona, Folio, 2006-.

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