"No se trata de dirigir a alguien, sino de dirigirse uno mismo".
Robert Bresson

lunes, 19 de septiembre de 2011

CLASE IV: 16 de Septiembre de 2011

 Un espacio no es un lugar. ¿Cuándo un espacio se transforma en lugar?  Asumida la diferencia entre ambos modos de concebir la territorialidad, digamos que la respuesta a ese interrogante aqueja más al fotógrafo o al realizador cinematográfico, probablemente, que al escritor o al artista plástico. Como bien observó el cineasta alemán Win Wenders: “Un pintor cuando pinta un cuadro de un lugar le está regalando algo. El escritor estimula al lector a buscar mentalmente el lugar que describe. El fotógrafo es un auténtico ladrón...[1]”  Lo es en la medida en que no interviene sobre lo que su cámara apresa mecánicamente. Podríamos discutir, tal vez, esa aseveración pero no desestimarla. Más allá del hurto que supone disparar la cámara, apresar la realidad sin añadir algo que la modifique sensiblemente (obviemos el lugar común de la mirada o la certeza del recorte que interviene en el encuadre porque eso restringe pero no agrega nada al objeto) el pasaje de espacio a lugar exige una construcción de sentido diferente de aquella que se complace con testimoniar algo visto en un soporte destinado a conservar el destello casual de una impresión. El espacio es algo general, responde a la lógica total de lo fortuito; el lugar, inversamente, es una marca personal en la blandura del tiempo, es el sello del sujeto en la cicatriz humana de los territorios. Por esa razón el espacio es siempre el terreno del otro, constituye el dominio de lo ajeno,  el lugar, por el contrario, es algo propio.



[1] Wenders, Win  El acto de ver,  Barcelona, Paidós, 2005

     
 
La imagen del astronauta clavando la bandera en la luna, diciendo con la rudeza de ese gesto vulgar y colonialista: “este lugar es nuestro” es más conocida que La Gioconda. Plantar bandera es decir: este lote tiene dueño. Se ha escrito mucho sobre ese gesto de ignominia -uno de los tantos perpetrado por los Estados Unidos- y se seguirá escribiendo toda vez que alguien se siente a reflexionar sobre el más humano de los inventos, la bandera, mirándonos desde el corazón de algo que nada tiene de humano, un fenómeno cósmico que ha sido fuente de inspiración milenaria, y lo seguirá siendo: la luna.  La bandera coronando esa horrible expedición transforma a la luna en mercancía capitalista, peor aún, en rehén de la expansión imperialista, y en símbolo de la apropiación grosera y desmedida. Lo que el hombre le añadió a la luna es una bandera, un símbolo de propiedad (¡qué decepción para Verne y Meliès!). Preferimos  el hurto generoso del fotógrafo -siguiendo a Wenders- que no añade nada al espacio pero que al menos no lo degrada.  Retomando el hilo de nuestro tema: el espacio sólo puede pensarse en tercera persona, mientras que el lugar, cuando es genuino, jamás es un lugar, sino mi lugar. La gente, usualmente, utiliza una expresión trillada pero no por eso carente de eficacia: “encontré mi lugar en el mundo”,  para confesar que hay un punto en el espacio donde siente que puede echar raíces, crecer, vivir, desarrollarse. Quizá sean pocos los afortunados dispuestos a declarar eso sinceramente. El lugar en el mundo de cada uno no suele ser el lugar donde se ha nacido,  sino el hallazgo perdería sentido. La transformación de un espacio en lugar supone algo que más que una voluntad de forma orientada hacia la apropiación estética de un territorio, exige ese pasaje del dedo que señala un punto cualquiera con vocación orientadora, a la reflexión del mismo hasta hundirse en el corazón, lugar que indicamos toda vez que referimos una propiedad del sentimiento. El ejemplo del alunizaje es decir del coloniaje lunar es útil para ilustrar cómo un espacio se transforma en lugar, en plataforma simbólica lanzada al mundo para que recuerde la hazaña asociada a la acción expansiva de una potencia mundial. Mensaje torpe pero eficiente, todavía repiten algunos: “el hombre llegó a la luna”, y aceptan dócilmente,  como logro ecuménico,  el gesto hostil de una nueva estrella añadida caprichosamente a la bandera norteamericana: nada menos que la luna.  La transformación de un espacio en lugar supone -a menudo- un acto de apropiación por parte de un sujeto que establece un dominio.     

           
La pregunta inicial es ¿cuándo un espacio se transforma en lugar? La planteo de ese modo porque interviene la mano del tiempo en ese proceso. El cine le pide al tiempo su flujo luminoso para gestar esa alquimia. Resulta difícil contemplar diez minutos de alguien que posa frente a una cámara sin comenzar a arriesgar distintos tipos de especulaciones, de estrategias de acercamiento a lo que intuimos que es su mundo.  Recordemos que la etimología de espacio es la palabra latina spatium que designa la materia que ocupa la separación entre dos puntos. El espacio separa pero también une. Por alguna razón ajena al entendimiento emocional lo que une también separa, y viceversa. Conviven en un indiscernible oximorón ambas polaridades.  Según Jacques Aumont para los franceses la palabra espacio en primera acepción señala una duración: “un espacio de tiempo”, un transcurso. Los antiguos filósofos pensaron el espacio en relación a lo lleno y lo vacío, fatigaron los rigores de lo que es y de lo que no es. Podríamos también hablar de otra paridad relacionada con este concepto, pensar el espacio como una presencia que se opone a la ausencia (el vacío). Desde niños aprendemos que el espacio es el lugar que ocupan los cuerpos es un sitio, en una ubicación que se sitúa en una dimensión inabarcable puesto que el espacio es el lugar enteramente del estar. Estamos en el espacio, pero somos en los lugares. Cuando decimos “soy de tal barrio”,  ese ser supone algo más que una mera referencia geográfica o de pertenencia zonal. Un lugar es donde somos. El espacio,  por la misma generalidad que representa,  termina por absorberlo todo. El Todo del espacio asume la pluralidad, el lugar, por contraste,  pertenece al campo de la más íntima singularidad. Los espacios no son lugares, ningún sitio de tránsito puede serlo, a menos, que ese tránsito adquiera una marca vital que comprometa al sujeto en toda su magnitud. 


No hay lugares sin sujetos. Hablamos de espacios vacíos puesto que los lugares siempre están habitados. El origen de la palabra lugar y sus derivaciones es harto interesante. Lugar proviene de locus.  Siempre me fascinó la secreta vecindad de esa palabra uniendo en una especie de puerta giratoria: la locura y los lugares. Probablemente de esa discreta relación provenga la necesidad de subrayar el carácter eminentemente subjetivo de los lugares, por oposición a la noción de espacio cuya semántica está cargada de horadaciones físicas, matemáticas, científicas.  Loco es, además, un término musical. Si procedemos a octavar una partitura escribimos el término 8va,  para hacer el paso contrario se anota la palabra loco sobre el sistema, es decir, para retornar  al lugar inicial luego de una referencia  de cambio de octava. Como vemos hasta en la música un lugar es un recorte particular, definido, un claro en un bosque de compases, un contraste que exige su propio terreno aún cuando en la sucesión temporal de la ejecución esto no sea advertido  más que por el oyente entrenado. Volviendo a esa curiosa relación entre locare y locus, diremos que el loco es aquel que trascendió los marcos convencionales que regulan la vida social, cruzó la dimensión que le había sido asignada y se instaló en un lugar impreciso que muchos definen pero que nadie conoce en profundidad que es la locura. A propósito, el filme “Rey por inconveniencia” de Phillipe De Broca, expresa con claridad el desborde de la locura.  Los internos del asilo psiquiátrico que salen a recorrer el pueblo, llevan con ellos un lugar que les pertenece tristemente: la demencia, la enajenación mental. Ese lugar en el que están los locos -pozo de la razón cautiva- es el desborde de la subjetividad que disuelve al individuo en el magma de la alienación. Como vemos hay lugares que no son físicos, sino anímicos o sociales. En los últimos años logró imponerse en el habla coloquial una expresión “no quiero estar en ese lugar”, “me niego a que me pongan en ese lugar”, “quiero que me den mi lugar”...Esa es la muestra más clara de que lugar y espacio son categorías diferentes. El lugar es tan propio que hasta asume la representación de un estado social o funcional del sujeto. Cuando se aplican correctivos es frecuente escuchar: “lo voy a poner en su lugar”.   “Su lugar”  ya no es un espacio físico, sino el terreno moral del sujeto.  Digamos, también, al pasar que   el primer lugar del hombre es su propia mente, su memoria, el punto donde aloja y entrecruza todas las relaciones posibles para pensar la vida y dejar su huella. Es conmovedor asistir a la consubstanciación del hombre con un espacio que estima como su lugar.   Al escribir esto pienso en las inscripciones que hacen los turistas en los acantilados, en las piedras donde pintan sus nombres, y flechas atravesando corazones, y dibujos que miran al mar diciendo “aquí estuvimos”, “alguien ha visto este paisaje y ha gozado tanto con él que al irse deja su nombre para evadir la ausencia y crear un lazo simbólico con el lugar”.  Esas inscripciones expresan algo más que un pasaje frugal o feliz, afirman: “aquí, en este lugar, hemos sido”.
Gustavo Provitina

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